Muchos elementos de la cultura grecolatina siguen vigentes en nuestro tiempo, entre muchos otros, los mitos y tópicos literarios. Los escritores y artistas actuales unas veces recurren a ellos directa y conscientemente citándolos incluso textualmente, otras desarrollan los mismos temas adaptándolos a los nuevos tiempos y otras los integran en su obra de manera natural no consciente.

Este es el caso también de Gabriel García Márquez, premio nobel colombiano, recientemente fallecido, que nos abrió, junto a otros grandes autores hispanoamericanos,  los ojos y los horizontes en una explosión de imaginación y color tropical a quienes allá por los años sesenta del siglo pasado éramos jóvenes ávidos de letras.

Llevando el agua al molino de este blog, hago alguna referencia a la importancia de los clásicos en Gabriel García Márquez, que no es poca, tanto directa y textualmente como naturalmente asimilados.
En su obra autobiográfica “Vivir para contarla” hace nítidas referencias a la importancia del conocimiento de los clásicos. Así en el capítulo 6, pág, 393 y ss. de la edición de Mondadori, Barcelona 2002, recuerda:

Yo mismo no sospechaba entonces que muy pronto sería mejor estudiante que nunca en la biblioteca de Gustavo Ibarra Merlano, un amigo nuevo que Zabala y Rojas Herazo me presentaron con gran entusiasmo. Acababa de regresar de Bogotá con un grado de la Normal Superior y se incorporó de inmediato a las tertulias de El Universal y a las discusiones del amanecer en el paseo de los Mártires. Entre la labia volcánica de Héctor y el escepticismo creador de Zabala, Gustavo me aportó el rigor sistemático que buena falta les hacía a mis ideas improvisadas y dispersas, y a la ligereza de mi corazón. Y todo eso entre una gran ternura y un carácter de hierro.
Desde el día que me invitó a la casa de sus padres en la playa de Marbella, con el mar inmenso como traspatio, y una biblioteca en un muro de doce metros, nueva y ordenada, donde sólo conservaba los libros que debían leerse para vivir sin remordimientos. Tenía ediciones de los clásicos griegos, latinos y españoles tan bien tratadas que no parecían leídas, pero los márgenes de las páginas estaban garrapateados de notas sabias, algunas en latín. Gustavo las decía también de viva voz, y al decirlas se ruborizaba hasta las raíces del cabello y él mismo trataba de sortearlas con un humor corrosivo. Un amigo me había dicho de él antes de que lo conociera: “Ese tipo es un cura”. Pronto entendí por qué era fácil creerlo, aunque después de conocerlo bien era casi imposible creer que no lo era.
Aquella primera vez hablamos sin parar hasta la madrugada y aprendí que sus lecturas eran largas y variadas, pero sustentadas por el conocimiento a fondo de los intelectuales católicos del momento, de quienes yo no había oído hablar jamás. Sabía todo lo que debía saberse de la poesía, pero en especial de los clásicos griegos y latinos que leía en sus ediciones originales. Tenía juicios bien informados de los amigos comunes y me dio datos valiosos para quererlos más. Me confirmó también la importancia de que conociera a los tres periodistas de Barranquilla –Cepeda, Vargas y Fuenmayor-, de quienes tanto me habían hablado Rojas Herazo y el maestro Zabala. Me llamó la atención que además de tantas virtudes intelectuales y cívicas nadara como un campeón olímpico con un cuerpo hecho y entrenado para serlo. Lo que más le preocupó de mí fue mi peligroso desdén por los clásicos griegos y latinos, que me parecían aburridos e inútiles, a excepción de la Odisea, que había leído y releído a pedazos varias veces en el liceo. Así que antes de despedirme escogió en la biblioteca un libro empastado en piel y me lo dio con una cierta solemnidad. “Podrás llegar a ser un buen escritor –me dijo-, pero nunca serás muy bueno si no conoces bien a los clásicos griegos.” El libro eran las obras completas de Sófocles. Gustavo fue desde ese instante uno de los seres decisivos en mi vida, porque Edipo rey se me reveló en la primera lectura como la obra perfecta.Fue una noche histórica para mí, por haber descubierto a Gustavo Ibarra y a Sófocles al mismo tiempo, y porque horas después pude haber muerto de mala muerte en el cuarto de mi novia secreta en El Cisne.

El propio autor reconoce una y otra vez este  impacto del Edipo de Sófocles, por ejemplo en uno de los talleres de guión que ha impartido, Según cita el profesor de la Universidad de Huelva Manuel Cabello Pino en su artículo “Edipo alcalde: Sófocles a través de los ojos de Gabriel García Márquez:

Casi me atrevería a decir que Edipo rey fue la primera gran conmoción intelectual de mi vida. Ya yo sabía que iba a ser escritor y cuando leí aquello, me dije: “Éste es el tipo de cosas que quiero escribir”. Yo había publicado algunos cuentos y, mientras trabajaba en Cartagena como periodista, estaba tratando de ver si terminaba una novela. Recuerdo que una noche hablaba de literatura con un amigo -Gustabo Ibarra Merlano, que además de poeta es el hombre que más sabe en Colombia sobre derechos de aduana–, y viene y me dice: “Nunca llegarás a nada mientras no leas a los clásicos griegos”. Yo me quedé muy impresionado, así que esa misma noche lo acompañé a su casa y me puso en las manos un tomo de tragedias griegas. Me fui a mi cuarto, me acosté, empecé a leer el libro por la primera página -era Edipo Rey precisamente-y no lo podía creer. Leía, y leía, y leía -empecé como a las dos de la madrugada y ya estaba amaneciendo–, y cuanto más leía, más quería leer. Yo creo que desde entonces no he dejado de leer esa bendita obra. Me la sé de memoria. (Gabriel García Márquez, 2003: 106)

Como a tantos otros, el descubrimiento de la tragedia griega impactó a García Márquez y comprendió la importancia de conocer a los clásicos. De Edipo Rey y la fuerza inexorable del destino, del fatum, se han encontrado diversas influencias en sus novelas El otoño del patriarca  y Crónica de una muerte anunciada.

Poco después, en la página 406 y s. de la edición citada nos informa García Márquez de su progreso en el conocimiento de los clásicos:

Regresé a Cartagena con el aire de alguien que hubiera descubierto el mundo. Las sobremesas en casa de los Franco Múnera no fueron entonces con poemas del Siglo de Oro y los Veinte poemas de amor de Neruda, sino con párrafos de La señora Dolloway y los delirios de su personaje desgarrado, Septimus Warren Smith. Me volví otro, ansioso y difícil, hasta el extremo de que a Héctor y al maestro Zabala les parecía un imitador consciente de Álvaro Cepeda. Gustavo Ibarra, con su visión compasiva del corazón Caribe se divirtió con mi relato de la noche en Barranquilla, mientras medaba cucharadas cada vez más cuerdas de poetas griegos, con la expresa y nunca explicada excepción de Eurípides. Me descubrió a Melville: la proeza literaria de Moby Dick, el grandioso sermón sobre Jonás para los balleneros curtidos en todos los mares del mundo bajo la inmensa bóveda construida con costillares de ballenas. Me prestó La casa de los siete tejados, de Nathaniel Hawthorne, que me marcó de por vida. Intentamos juntos una teoría sobre la fatalidad de la nostalgia en la errancia de Ulises Odiseo, en la que nos perdimos sin salida. Medio siglo después la encontré resuelta en un texto magistral de Milan Kundera.

Que las lecturas y conversaciones sobre los clásicos produjeron sus frutos, aun sin ser consciente de ello,  nos lo confirma después en la pág. 473 y s. de la misma edición a propósito de su primera novela “La hojarasca” en la que nos narra la tragedia de una tierra arrasada por la omnipotente compañía United Fruit Company:

En cambio, desoyendo otra vez a don Ramón Vinyes, le hice llegar a Gustavo Ibarra el borrador completo, aunque todavía sin título, cuando lo di por terminado. Dos días después me invitó a su casa. Lo encontré en un mecedor de bejuco en la terraza del mar, bronceado al sol y relajado en ropa de playa, y me conmovió la ternura con que acariciaba mis páginas mientras me hablaba. Un verdadero maestro, que no me dictó una cátedra sobre el libro ni me dijo si le parecía bien o mal, sino que me hizo tomar conciencia de sus valores éticos. Al terminar me observó complacido y concluyó con su sencillez cotidiana:
-Esto es el mito de Antígona
Por mi expresión se dio cuenta de que se me habían ido las luces, y cogió de sus estantes el libro de Sófocles y me leyó lo que quería decir. La situación dramática de mi novela, en efecto, era en esencia la misma de Antígona,condenada a dejar insepulto el cadáver de su hermana Polinices por orden del rey Creonte, tío de ambos. Yo había leído Edipo en Colona en el volumen que el mismo Gustavo me había regalado por los días en que nos conocimos, pero recordaba muy mal el mito de Antígona para reconstruirlo de memoria dentro del drama de la zona bananera, cuyas afinidades emocionales no había advertido hasta entonces. Sentí el alma revuelta por la felicidad y la desilusión. Aquella noche volví a leer la obra, con una rara mezcla de orgullo por haber coincidido de buena fe con un escritor tan grande y de dolor por la vergüenza pública del plagio. Después de una semana de crisis turbia decidí hacer algunos cambios de fondo que dejaran a salvo mi buena fe, todavía sin darme cuenta de la vanidad sobrehumana de modificar un libro mío para que no pareciera de Sófocles. Al final –resignado- me sentí con el derecho moral de usar una frase suya como un epígrafe reverencial, y así lo hice.

Y ciertamente, como prefacio “reverencial” coloca el siguiente texto de Antígona, en el que comunica a Ismena la decisión de Creonte sobre los funerales de sus hermanos Eteocles y Polinices. Queda así evidenciada para siempre la relación establecida con Sófocles:

Y respecto del cadáver de Polinices, que miserablemente ha muerto, dicen que ha publicado un bando para que ningún ciudadano lo entierre ni lo llore, sino que insepulto y sin los honores del llanto, lo dejen para sabrosa presa de las aves que se abalancen a devorarlo. Ese bando dicen que el bueno de Creonte ha hecho pregonar por ti y por mí, quiere decir que por mí; y que vendrá aquí para anunciar esa orden a los que no la conocen; y que la cosa se ha de tomar no de cualquier manera, porque quien se atreva a hacer algo de lo que prohíbe será lapidado por el pueblo.” (Sófocles: Antígona, v.26 y ss.)

En la novela de  García Márquez, el médico, del que no da el nombre, es condenado por el alcalde, el cura y el pueblo de Macondo a no recibir sepultura por no haber recibido y haber negado su atención a los heridos en la guerra civil.

Así que con las amistades citadas y sus lecturas recomendadas (Homero, Sófocles, los clásicos del Siglo de Oro, Hermann Melville, Nathaniel Hawthorne, William Faulkner,  Virginia Woolf…) escribió La hojarasca y luego como ramas de un mismo árbol El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Los funerales de la Mamá Grande y Cien años de soledad.

En todas las obras de García  Márquez  se perciben de una u otra manera los ecos de los clásicos.
En Cien años de Soledad recrea el mito de Prometeo encadenado como castigo de los dioses por haber entregado el fuego a los hombres para su progreso. También José Arcadio Buendía intentó crear una nueva sociedad y así nació Macondo.

También en Cien años de soledad recrea el mito de Platón de Teuth sobre el valor de la escritura, personaje al que nos recuerda  el Melquiades de Cien años de Soledad; al tema del invento de la escritura precisamente esta dedicado el artículo anterior de este blog. http://www.antiquitatem.com/origen-de-la-escritura-platon-memoria

Es muy frecuente la inserción de textos y referencias latinas en  obras de literatura moderna fantástica aprovechando el carácter de misterio y arcaísmo del latín, que en esos contextos puede adquirir un valor mágico. Lo hace García Márquez así en Cien Años de Soledad, haciendo hablar latín a José Arcadio Buendia:

“-Hoc est simplicissimum- dijo José Arcadio Buendía-; homo iste statum quartum materiae invenit.
    El padre Nicanor levantó la mano y las cuatro patas de la silla se posaron en tierra al mismo tiempo.
   -Nego- dijo-. Factum hoc existentiam Dei probat sine dubio.
  Fue así como se supo que era latín la endiablada jerga de José Arcadio Buendía”

      Se aprecia también relación evidente entre La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, uno de cuyos personajes se llama precisamente Ulises,  y la Odisea. Este Ulises de García Márquez, aventurero, viajero, enamoradizo, le aclara a cándida Eréndira que Ulises no es un nombre Gringo sino nombre de navegante, en lo que es una evocación directa del héroe homérico.

En El amor en los tiempos del cólera los motivos y tipo de amor coinciden con los tópicos eróticos clásicos, desde la enfermedad de amor (morbus amoris) a los remedios del amor (remedia amoris). El amor en sus diversas versiones es precisamente uno de los temas preferidos por García Márquez, quien acredita conocer muy bien el tratamiento que del amor han hecho los clásicos grecolatinos.

Otro hecho que demuestra el  impacto que en él causó Sófocles, es que García Márquez es el guionista de la película colombiana Edipo Alcalde (1996), trasposición de la tragedia clásica Edipo Rey a la situación de su país, Colombia. García Márquez naturalmente, no se limita a escribir un mero guión de adaptación, sino que en realidad es el autor de la película en la que una vez más mezcla el tema de la peste con la violencia imperante en Colombia y la impresión de Sófocles, de cuyo Edipo rey dijo ser la obra perfecta, según hemos leído en las citas anteriores. Fue dirigida por Jorge Alí Triana y protagonizada por Jorge Perugorria. Ángela Molina, Francisco Rabal. Jairo Camargo.

En fin, no seremos tan exigentes como Juan de Salisbury, que muchos siglos antes, en el siglo XII,  afirmó en su Policraticus (El Gobernante), Lib. VII, cap..9, (ed. C.C. J.Webb(1909),II,p.126:

Todos estos que son ignorantes de los poetas, historiadores, oradores y matemáticos latinos podrían ser llamados “iletrados (illiterati) aunque conozcan las letras”.

Pero reconoceremos en cambio la necesidad de conocer a los autores clásicos si se quiere ser un buen autor de literatura y también un buen lector. Nos lo dice y nos lo prueba Gabriel García Márquez, Gabo para los amigos.

Nota: Juan de Salisbury es uno de los mejores latinistas de su época, pero  desgraciadamente yo no he podido disponer de la cita de su Policraticus en latín.

Gabriel García Márquez y los clásicos griegos y latinos

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