El mar ha invadido las costas a lo largo de los siglos y en su fondo yacen miles de barcos naufragados, que ahora podemos rescatar.
Si las cenizas del fuego del Vesubio preservaron Pompeya y el aire insano plagado de mosquitos palúdicos nos guardaron los templos de Paestum, el otro elemento primigenio, el agua, no podía ser menos y así nos ha conservado cientos de yacimientos arqueológicos.
El “Mare Nostrum” (Nuestro mar) , el mar Mediterráneo (en medio de las tierras del Imperio) viene siendo surcado por naves militares o comerciales desde la noche de los tiempos, al menos desde el II milenio a.C. de manera regular.
Esas naves, fletadas por valientes comerciantes o dirigidas por aguerridos caudillos, que generalmente no pierden la costa de vista (navegación de cabo a cabo –cabotaje-) están permanentemente expuestas a la ira de los dioses o de la naturaleza: Júpiter todopoderoso rey del cielo, Poseidón o Neptuno, dios del mar, Eolo que custodia los vientos en su cueva y los gobierna a su capricho, y tantas y tantas otras divinidades, conducen las naves a su destino prefijado o las proyectan implacables al fondo del mar.
Los sedimentos marinos, en las condiciones suficientes, han recubierto y en consecuencia protegido esos naufragios ( de navis frangere: romper o fracturar la nave) durante centenares de años. Su estudio ahora nos aporta interesante información sobre los movimientos de nuestros antepasados en el Mediterráneo, sus relaciones comerciales, sus gustos y caprichos, sus ansias expansivas, su búsqueda de metales, la difusión de sus creencias, de sus ideas, de sus conocimientos, de su cultura.
De todo esto y mucho más nos dan cuenta y razón los “pecios”, nombre extraño para los no expertos derivado del termino latino "petius", relacionado con "pittacium", "pedazo", que designa a las naves o fragmentos de naves naufragadas o hundidas por cualquier causa.