Cuando los griegos, aplicando la razón, comenzaron a preguntarse ¿qué son?, ¿por qué existen?, ¿para qué sirven las cosas reales?, dieron comienzo a la Filosofía.

Surgieron todo tipo de ideas y teorías sobre la naturaleza y sobre el propio hombre y diversas escuelas, que con frecuencia se identificaron por el lugar en que se reunían e impartían sus doctrinas sus maestros: Académicos porque Platón enseñaba en los terrenos que fueron de un tal Academos (véase http://www.antiquitatem.com/academia-de-platon-liceo-ateneo ),  Peripatéticos (περιπατητικοί), de περι ,peri, alrededor,  πατειν, patein, pasear, porque Aristóteles enseñaba paseando en un jardín junto al templo de Apolo Licio, es decir, en el Liceo; Estoicos Στωϊκός, stoikos, porque Zenón predicaba a los suyos en  la “poikíle stoa”, Ποικίλη Στοά, o Pórtico Pintado

Hay unos filósofos, los cínicos, los perros, de κύων kyon: ‘perro’, que quizás también reciban su nombre del lugar donde enseñaba el primero de los fundadores, Antístenes, en el gimnasio llamado Cinosargos, de kyon-argos, perro ágil, aunque sin duda el nombre también les venía dado por las peculiaridades de sus ideas antisistema, que no llegaron a plasmarse en una teoría elaborada, sino que está constituida por máximas simples que definen la vida en sociedad de manera libre y sin prejuicios. Como los perros, los cínicos viven en sociedad, pero a su aire, sin participar de los convencionalismos sociales, con su vida acorde con la naturaleza animal, reacios a integrarse en el grupo, etc. ladrando a quien les molesta, agradecidos a quien les da, etc.

Cuando a Diógenes de Sinope, el más famoso de los cínicos al que dedico este artículo, le preguntó Alejandro Magno por qué le llamaban “perro” “cínico”, Diógenes respondió, según nos cuenta otro Diógenes, ahora Laercio, en su obra “Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, VI, 60:

Cuando una vez se presentó ante él Alejandro y dijo: ‘Yo soy Alejandro, el gran rey’, contestó: ‘Y yo Diógenes el Perro’. Preguntado por qué lo llamaban perro, respondió: ‘Porque meneo la cola ante los que dan, a los que no dan ladro y a los malvados los muerdo’.

Nota: de manera general los textos citados de Diógenes Laearcio son los de la traducción de Luis Andrés Bredlow. Editorial Lucina.2010.

Luego el rey le envió una escudilla llena de huesos, y según se nos dice en el Gnomologium Vaticanum (E Codice Vaticano Graeco 743),n.96: (También se cuenta en el Florilegio Monacense, 155 y en Eustacio a Homero,Odisea VI 148)

El rey Alejandro en cierta ocasión llenó una bandeja de huesos y se la envió a Diógenes el Cínico. Y este, al recibirla dijo: “El alimento es cínico, pero el regalo no es regio”.

Los cínicos han sido maltratados por la historia, ya desde la Antigüedad, sin duda porque son y representan el pensamiento antisistema, el pensamiento anarquista y libertario de la Antigüedad: ni dioses, ni gobernantes, ni leyes, ni sociedad, ni convencionalismos. Su estudio con algún detalle merece la pena ser abordado con más detenimiento.

Ahora  en esta ocasión quiero comentar la especial relación que el citado Diógenes tuvo con la persona más poderosa del momento, Alejandro, llamado el Grande, Μέγας Αλέξανδρος o megas Alexandros, en griego. Esa larga y extraña relación produjo algunas de las anécdotas más conocidas en la Antigüedad y luego infinitamente repetidas.

Diógenes era una especie de  anarquista, porque no admitía otro poder que el suyo propio  sobre sí mismo y era también un libertario porque la libertad era para él el mayor valor. Según Diógenes Laercio en su obra “Vida y opiniones de los filósofos ilustres”, en el libro VI, 69:

Preguntado qué es lo más bello entre los hombres dijo: ‘la libertad de palabra’”

Y el mismo en VI,71 remacha su ansia de libertad;

decía llevar el mismo género de vida que Herácles, no prefiriendo nada a la libertad”.

Diógenes, a la manera de los bufones que con frecuencia han acompañado y servido de contrapunto a personajes absolutistas y tiranos, se permite decirle al gran Alejandro lo que ningún otro mortal osaría decirle; y Alejandro se lo permite como no se lo permitió a ningún otro que osara contradecirle, (Calístenes, sobrino de Aristóteles, compañero macedonio de expedición tuvo peor trato).

Y se lo permitía hasta el punto que según relata Diógenes Laercio en el libro VI, 32

“Cuentan también que Alejandro dijo que si no hubiera sido Alejandro, habría querido ser Diógenes”

Así que Diógenes representa la irreverencia, la insumisión, la impertinencia, la insolencia frente al poder. Alejandro es el poder, que para muchos teóricos viene de los dioses (en realidad todo poder es o pretende ser divino); más aún, el propio Alejandro es un dios o al menos un semidios ante el que sus súbditos han de arrodillarse esperando su beso de reconocimiento. Véase  http://www.antiquitatem.com/proskynesis-monarquia-herodoto-persas

Relataré algunas anécdotas que remarcan su espíritu libre y dueño de sí mismo. 

Diógenes Laercio, Libro VI, 45:

A uno que juzgaba dichoso a Calístenes, ponderando el lujo que disfrutaba en la corte de Alejandro, le replicó: “A fe mía que es un desgraciado, almorzando y cenando cuando le parezca bien a Alejandro”.

Curiosamente este íntimo de Alejandro, Calístenes, sobrino de su maestro Aristóteles, fue después enjaulado hasta morir acusado probablemente sin razón de un intento de sedición de los varios que hubo de sufrir el poderoso.

Epicteto nos cuenta en sus Discursos III, 22,92 cómo Alejandro, aprovechando que Diógenes estaba medio dormido, citó el verso 24 del canto II de la Iliada, y Diógenes, en realidad medio dormido, se atrevió a completar los versos a Alejandro.

Epicteto, Discursos III, 22,92:

En otra ocasión le dijo en respuesta a Alejandro, que se encontraba junto a él cuando estaba dormido y citó dl verso de Homero (Iliada,II,24):
             “No debe dormir toda la noche el varón que tiene las decisiones”
él respondió, cuando estaba medio dormido
            “a quien están confiadas las huestes y a cuyo cargo hay tanto”

(Traducción de Emilio Crespo Güemes.Edit. Gredos.)

(Nota: salvando las distancias, las circunstancias y hasta el hecho en sí, me recuerda esta anécdota a otra ocurrida con el escritor Camilo José Cela, nombrado senador real para las Cortes Constituyentes del año 1978, tras la muerte del general dictador Franco, muerto en 1975. Permítaseme que no acuda al “Diario de Sesiones”, si es que allí quedó reflejada, y cite de memoria una anécdota bien conocida por los españoles de entonces. En una sesión de las sesiones de las Cortes, el senador  de designación real se quedó dormido y el también senador real sacerdote Xirinacs le llamó la atención, suponemos que amistosamente:

Sr. Cela, está usted dormido.
A lo que el aludido respondió:
-Monseñor, no estoy dormido;  estoy durmiendo.
-¿Es lomismo,no?
–-¡Claro que no es lo mismo!, monseñor,  porque no es igual estar dormido que estar durmiendo, como tampoco es lo mismo estar jodido que estar jodiendo.

Y otra cita cargada de ironía del mismo Diógenes Laercio,  Libro VI,68:

A Alejandro que se plantó delante de él y preguntó: “¿No me tienes miedo?”, le contesto: ¡Pero, ¿qué eres? ¿Un bien o un mal?. Y como aquel respondió: “Un bien”, dijo: “Entonces, ¿quién puede tenerle miedo al bien?”

Pero la anécdota más conocida, que además sirvió para subrayar la importancia de Diógenes, es la del primer encuentro entre Diógenes y Alejandro, que trata una vez más el tópico del encuentro entre el rey y el sabio, entre el intelectual y el gobernante.

Nos lo cuenta  Diógenes Laercio y también Cicerón y Plutarco cuyos textos reproduciré; y Arriano en su Anábasis de Alejandro, VII,2,1-2  y Valerio Máximo en Hechos y dichos memorables, IV.3. ext.4 y Juan Crisóstomo en Sobre san Bábilas  contra Juliano y los gentiles,8 y en Pseudo-Eudocia (esposa del emperador Teodosio II en el siglo V), Violarium,332,24-241,3).

La anécdota en realidad era un lugar común en la Antigüedad.

Diógenes Laercio,  Vidas y opiniones de los filósofos ilustres: VI,38:

“Mientras tomaba el sol en el Craneo, se le acercó Alejandro y dijo: ‘Pídeme lo que quieras’. Y él dijo: ‘No me hagas sombra”.

Nota : El Craneo era un Gimnasio de Corinto en el que  Diógenes impartía sus enseñanzas.

Cicerón en Tusculanas, V,32 (92):

En cambio Diógenes, más libremente, como Cínico, a Alejandro que le rogaba que dijera si necesitaba algo: ‘Justamente –dijo- apártate un poco del sol’. Por supuesto cuando tomaba el sol, se le había puesto delante. Y éste, en verdad, solía sostener cuánto al rey de los persas superaba en vida y fortuna: que a él nada le faltaba, que para aquel nada sería ,jamás, suficiente; que él no deseaba los placeres del rey con los cuales  éste nunca podría saciarse; que éste de ninguna manera podía conseguir los de él.

At vero Diogenes liberius, ut Cynicus, Alexandro roganti ut diceret, si quid opus esset: ‘Nunc quidem paullulum, inquit, a sole. Officerat videlicet apricanti. Et hic quidem disputare solebat quanto regem Persarum vita fortunaque superaret: sibi nihil deesse, illi nihil satis umquam fore: se eius voluptates non desiderare, quibus numquam stiari ille posset, suas eum conseui nullo modo posse.

Plutarco, en un texto interesante en el que resalta la actitud servil de muchos filósofos, es decir, los intelectuales del momento, frente a la de Diógenes, el insolente, el libertario, el dueño de su propia vida, nos dice en Vida de Alejandro, XIV:

Congregados los griegos en el Istmo, decretaron marchar con Alejandro a la guerra contra Persia, nombrándole general; y como fuesen muchos los hombres de Estado y los filósofos que le visitaban y le daban el parabién, esperaba que haría otro tanto Diógenes el de Sinope, que residía en Corinto. Mas éste ninguna cuenta hizo de Alejandro, sino que pasaba tranquilamente su vida en el Craneo; y así hubo de pasar Alejandro a verle. Hallábase casualmente tendido al sol, y habiéndose incorporado un poco a la llegada de tantos personajes, fijó la vista en Alejandro.Saludóle éste, y preguntándole enseguida si se le ofrecía alguna cosa, ‘Muy poco –le respondió- que te quites del sol”.Dícese que Alejandro, con aquella especie de menosprecio, quedó tan admirado de semejante elevación y grandeza de ánimo, que cuando retirados de allí empezaron los que le acompañaban a reírse y burlarse, él les dijo: ‘Pues yo, a no ser Alejandro, de buena gana fuera Diógenes’  (Traducción de Antonio Ranz Romanillos).

Podemos preguntarnos si la anécdota fue real. Probablemente, como otras muchas que de Diógenes se cuentan, no son reales sino inventadas. Resulta un tanto inverisímil que el encuentro, si se produjo, no hay base histórica para afirmarlo, se produjera en los términos que se relatan, pero en nada disminuye su capacidad para asentar la fama y definir las propuestas que para la vida social hacía el filósofo.

Esta anécdota se convirtió en un topos, lugar común, en la literatura antigua, citado frecuentemente. Como dije más arriba es un ejemplo más del tema clásico del encuentro del rey y el sabio, del intelectual y el poderoso. De hecho en la vida de Alejandro se produce otro encuentro similar con los gimnosofistas (los sofistas desnudos, significa la palabra) hindúes, que tal como cuenta Plutarco en Alejandro, LXIV  son preguntados con diversas cuestiones porque tienen fama de ser muy agudos en sus respuestas. Responden ciertamente con agudeza y habilidad y diríamos en lenguaje castizo y coloquial actual que “pasan” del poderoso Alejandro porque nada necesitan de él.

Alejandro se convirtió en un mito en la Antigüedad y así continuó siendo en la Edad Media y aún hoy día su nombre y sus hazañas tienen notable éxito. Recordemos en español por ejemplo el Libro de Aleixandre y como tal mito fue tratado.

Tenemos una prueba de cómo se le adjudican algunas anécdotas en su relación con Diógenes analizando otro ejemplo que muchos libros y ahora centenares de artículos repiten en la red (www). Dicen que además del encuentro relatado hubo otro poco después:

En otra ocasión Alejandro sorprendió a Diógenes observando un montón de huesos apilados. Alejandro le preguntó: ¿Qué estás buscando? . Le contestó Diógenes: “Busco los huesos de tu padre, pero no logro encontrarlos porque no veo la diferencia entre los huesos de tu padre y los de mi esclavo”.

En la mayor parte de los casos la cita aparece sin fuente alguna, los más atrevidos incluso se la adjudican a Plutarco, pero esta anécdota no aparece, hasta donde yo he podido averiguar, en el mundo antiguo; es una cita mucho más tarde inventada y adjudicada al famoso Diógenes porque no desdice de otras que de él se cuentan.

Tan sólo aparece algo parecido en Luciano de Samósata, en su diálogo Menippus, si bien situada la acción en el mundo de ultratumba.

Aunque pueda suponer una larga digresión, ofrezco el texto de Luciano, siempre interesante y de actualidad, como todos los del satírico de Samósata; en este caso se sirve del símil de tanto éxito luego del “gran teatro del mundo”; recordemos el final de Augusto, cuando pregunta si ha interpretado bien la farsa de la vida?. Véase http://www.antiquitatem.com/muerte-de-augusto-la-farsa-de-la-vida

Luciano de Samósats, Menippo,15 y ss.

Pasando por medio de ellos, llegamos a la llanura Aquerusia, y encontramos allí a los semidioses y a las heroínas y a otros grupos de cadáveres clasificados por naciones y tribus, a unos ya añejos y enmohecidos y, como dice Homero, “inconscientes”, a otros aún frescos y compactos, en especial a los egipcios, debido a la larga conservación que les proporciona la momificación. No era fácil reconocer a cada uno; se parecen todos muchísimo unos a otros con sus huesos desnudos. Solamente y muy a duras penas los reconocíamos, tras haberlos mirado y requetemirado una y otra vez. Yacían allí hacinados unos sobre otros, confundidos,sin ninguna señal de identificación, y no conservando ninguna de las bellezas que tenían cuando estaban entre nosotros. Sin lugar a dudas entre tantos esqueletos que yacían en el mismo sitio, que lanzaban una mirada por igual terrible y hueca, que mostraban sus dientes descarnados, me resultaba imposible distinguir a Tersites del bello Nireo,o al mendigo Iro del rey de los feacios, o al cocinero Pirrias de Agamenón. Ninguna de los rasgos que los distinguían en vida prevalecían en ellos: antes bien, sus huesos eran parecidos, imposibles de distinguir, sin inscripción alguna, imposibles de ser reconocidos por nadie.

A la vista de todo esto, la vida de los hombres se me antojó una larga procesión. El Destino organiza y dispone cada circunstancia, adjudicándoles a los miembros de la procesión atuendos diferentes y variados. A uno lo toma y, si es su sino, lo reviste con aspecto de rey colocándole una tiara sobre la cabeza, entregándole escuderos, corona su cabeza con la diadema; mientras a otro le pone atuendo de criado. A uno le hace ser guapo y lo adorna, y a otro ser feo y le proporciona un aspecto ridículo. Y, creo yo, conviene que el espectáculo resulte variado. Muchas veces, en medio de la procesión, cambia los atuendos de algunos sin dejar que lleguen al final del modo que primitivamente se les ordenó, sino que, dando un giro de ciento ochenta grados, a Creso, por ejemplo, le obligó a tomar el atuendo de criado y prisionero, y a Meandrio, que durante un tiempo formaba en la procesión con el grupo de los criados, le hizo ocupar el trono del tirano Policrates. Y, por cierto tiempo, les permite usar su atuendo.

Cuando se ha acabado el tiempo de la procesión, entonces cada uno devuelve su atuendo y, despojándose de la vestimenta que acompañaba su cuerpo, se queda como estaba antes de nacer, sin diferenciarse del vecino. Algunos, por ignorancia, se molestan y se enfadan, cuando el Destino reclama el atavío, como si se vieran privados de algo propio, cuando no hacen sino devolver algo que se les prestó por un corto espacio de tiempo. Creo que en muchas ocasiones has visto sobre la tramoya del teatro a los actores que representan tragedias. Por exigencias del guión ahora son “Creontes”, después se convierten en “Príamos” o “Agamenones”. Y el uno, si le toca hacerlo así, primero tiene que representar con mucha solemnidad el papel de Cécrope o de Erecteo, y al poco rato, si se lo ordena el autor, viene a dar en un criado. Cuando la obra ha alcanzado ya su final, cada uno de ellos, despojándose del vestido con bordados de oro, quitándose la máscara y bajando de los zancos, va por ahí dando tumbos pobre y humilde, ya no Agamenón, el hijo de Atreo, ni Creonte, hijo de Meneceo, sino que se llama Polo, hijo de Canicies de Sunio o Sátiro, hijo de Teogitón, de Maratón. Así son las cosas de los hombres o, al menos, esa opinión me forjé al verlos entonces. (Traducción de José Luis Navarro González. Editorial Gredos.)

Pues bien, la anécdota le sirvió más tarde a Dión Crisóstomo para recrear el encuentro, ironizar sobre el poder y los poderosos y exponer sus ideas sobre el origen divino del poder y la legitimación de su ejercicio. En un próximo artículo ofreceré este interesante texto.

Bien, la tradición, avalada ahora por Diógenes Laercio quiso también constatar otro  encuentro, el encuentro final entre Alejandro y Diógenes: los dos murieron el mismo día del año 323 a.C., Alejandro a los 33 años en Babilonia, fruto de los excesos, la vida al límite de militar ambicioso y probablemente del paludismo de aquellas tierras; Diógenes murió en Corinto a los 86 años de vida mucho más acorde con la naturaleza animal del hombre. En realidad es imposible que murieran ambos en el mismo día del mismo año.

Diógenes Laercio, VI, 76-79 (muerte de Diógenes de Sinope):

Se dice que murió sobre los noventa años; acerca de su muerte se cuentan versiones discrepantes: unos afirman que comiendo un pulpo crudo enfermó de cólera, y que así murió, otros que por contener la respiración. Entre éstos está Cércidas de Megalópolis [o de  Creta] quien dice en los Meliambos:
      Ya no es el que el Sinopense,
       el del bastón y del manto
    doblado, viviendo del aire:
      no, que ascendió <…>;
   el diente en el labio hincado,
     el alma misma se cortó.
  De Zeus fuiste hijo de veras, [Diógenes]:
    can, pero can celeste.

Otros dicen que, queriendo repartir un pulpo entre unos perros, recibió un mordisco en un tendón del pie y falleció. Sus discípulos, sin embargo, según dice Antístenes en las Sucesiones, conjeturaron lo de la contención del aliento. Pues el caso es que estaba viviendo en el Craneo, el gimnasio que está cerca de Corinto; y como de costumbre, llegaron los discípulos y lo hallaron envuelto en su manto, y no se figuraron, por cierto, que estuviera durmiendo, pues no era hombre soñoliento ni dormilón; así que, al alzar la capa,lo hallaron exánime, y supusieron que lo hiciera queriendo escurrirse de lo que de vida le quedaba.

Se trabó entonces, según se cuenta, una disputa entre los discípulos acerca de quiénes habían de enterrarlo, y aun llegaron a las manos; pero al presentarse los padres y los notables de la ciudad, lo enterraron ellos cerca de la puerta que da al Istmo, y levantaron en su honor una columna, y sobre esta un perro de mármol de Paros. Luego también los ciudadanos lo honraron con una estatua de bronce, en la que inscribieron estas palabras:

   El bronce envejece andando el tiempo, pero tu fama
   toda la eternidad, Diógenes, no  borrará.
Sólo tú del vivir que se basta a sí mismo lo gloria mostraste
   al hombre mortal, y a su vida   senda más fácil de andar.

Hay también unos versos nuestros en metro proceleusmático:
-Diógenes, ay, cuéntamelo, dime qué desgracia te mató.
-Digo que la culpa fue de un perro que pegóme un mordiscón.

Algunos cuentan que al morir llegó a ordenar que lo arrojasen insepulto, para que toda bestia tuviera parte de él, o que lo metieran en un hoyo y lo cubrieran con un poco de polvo (o según otros, que lo arrojaran al río Iliso), para que se hiciera útil a sus hermanos. Demetrio, en los Homónimos, dice que el mismo día murieron Alejandro en Babilonia y Diógenes en Corinto; y fue anciano hacia la Olimpiada centésima decimotercera.
(Traducción de Luis Andrés Bredlow. Editorial Lucina.2010).

Si como nos dice Laercio, murió por comer un pulpo crudo que su estómago no pudo digerir, murió víctima de su rechazo hasta el final de la vida civilizada y su deseo de vivir lo más natural y animalísticamente posible: ¿qué mayor rechazo puede haber de la civilización que renunciar al fuego civilizador que Prometeo robó a los dioses para los hombres, para que éstos entre otras cosas puediesen cocer los alimentos y no tener que comer sólo lo crudo como el resto de animales?

Los intelectuales y el poder (I): Diógenes el Cínico frente a Alejandro el Grande

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